lunes, 23 de noviembre de 2015

La chica del sombrero rojo se detuvo en mitad del boulevard.
Alzó los brazos, sosteniendo una hoja de papel con un mensaje sencillo: "Abrazos gratis."

Las hojas se acaramelaron a sus pies, movidas por una brisa casi invernal.
Los paseantes siguieron su desfile de domingo, dirigiendo miradas curiosas a la chica.

Ella se mantuvo allí, en silencio. Dejó que los ojos recorriesen la hoja, las letras, su rostro...
Y entonces sonrió.

Aquella chica llevaba mil primaveras escondidas en su sonrisa.

Todo la ciudad se detuvo un segundo, una inspiración colectiva y un suspiro eterno de tres segundos
sacudieron los árboles y los desnudaron de su otoño, lloviéndose en dorados y bermejos.

El primero fue un niño, que se acercó corriendo feliz, y se lanzó a sus brazos. Se sostuvieron el uno al otro durante unos momentos, y después el pequeño volvió a su madre, transfigurado de inocencia y alegría, y una paz que recordó de poco atrás. Una paz que llevó a su mamá al poner su manita en el vientre. "Aquí", dijo.

Una joven que había observado la escena, se acercó a continuación. La chica del sombrero rojo la acogió entre sus brazos. Unos segundos, y la joven se separó casi reticente, casi levitando, casi aquí y casi no, pero entera de todo y de sí misma. Y sintió que algo que no recordaba que estuviera roto, se iba curando con cada latido.

Un caballero que había observado la escena, se acercó a continuación. Apenas llegar al contacto fue recuperando, sin saber de dónde, todas y cada una de las memorias felices de su vida, y le pareció una buena vida, y le dio menos miedo la muerte.

Un hombre que había observado la escena, se acercó a continuación. El abrazo duró esta vez un poco más. Había muchas cosas que necesitaban despertarse, desperezarse, recorrerse y encontrarse. Olas y olas sacudieron el cuerpo del hombre, desde lo más profundo de su ser, hasta asomar en unas lágrimas sinceras y en una carcajada atronadora.

Para entonces un círculo de curiosos rodeaba a la chica del sombrero rojo.
Corrió el rumor como la pólvora. Incendiando esperanzas en cada susurro compartido, contagiando curiosidades y anhelos.

Cada abrazo tenía una cualidad distinta, una duración inestimable, un sabor único. Las reacciones podían variar desde las epifanías vitales hasta las confesiones calladas, incluyendo algún orgasmo que, sin ser reprimido, no resultó a nadie de mal gusto, por la pureza y belleza del mismo.

Se hizo cola, que se respetó religiosamente, con aire de devoción sin extremismo, en una paz acordada de tácito acuerdo entre todos los interesados en abrazar a la chica del sombrero rojo.

El día cobró un aire de fiesta y los árboles volvieron a vestirse de globos, serpentinas y lamparillas.

Se hicieron declaraciones de amor, correspondidas o no, que acabaron siempre en sonrisas y deseos de felicidad. Se perdonaron ofensas, se recuperaron relaciones y se hicieron llamadas postergadas por largo tiempo. "Soy yo. Lo siento. Te quiero."

Las horas fueron bailándose también alrededor, y el crepúsculo se deslizó como en un vals entre los asistentes.
La chica del sombrero rojo no había dicho ni una palabra.

La chica del sombrero rojo había estado entregándose en cada abrazo, sin pausa, sin descanso. Se había ofrecido por entero a cada uno de los que habían acudido a ella.
Su sonrisa había permanecido en su rostro, con distintas tonalidades, distintas intensidades y matices.
El único cambio en la chica del sombrero rojo era que se había ido haciéndose un poco más transparente cada vez, más liviana, más etérea. Había ido sustituyendo su materia por risas, suspiros, llantos, silencios, carcajadas. Nadie se dio cuenta de que a cada abrazo era más fácil ver a través de ella, que tras el abrigo, si uno se fijaba, se podían ver puntos de luz recorriendo las venas y el sistema nervioso, conectando las neuronas entre sí, entrando y saliendo de los pulmones, proyectándose en aquella sonrisa.

Poco a poco todos se fueron a dormir, con el alma contenta y el cuerpo bailando, reconciliados con ellos, entre ellos y con la vida.
El último en abrazar a la chica del sombrero rojo fue un mendigo que no se había atrevido a acercarse hasta que el revuelo se hubo apagado. Fue con pasos arrastrados, tímido, anhelante, temeroso. Nunca contó a nadie qué sintió en aquel abrazo. Siempre fue difícil para él explicar de qué manera se le había apagado la soledad que le pesaba dentro, cómo se le había encendido el amor necesario para sentirse humano de nuevo.

Tan confuso estaba en su recién descubierta felicidad, que no se dio cuenta de que la chica del sombrero rojo ya no estaba allí cuando el abrazo terminó.

Sólo quedó, para los barrenderos de la madrugada, un lío de lana roja, que hasta el mismo sombrero había descompuesto su estructura sin su dueña.

Úr Qazris


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