La chica del sombrero rojo se detuvo en
mitad del boulevard.
Alzó los brazos, sosteniendo una hoja
de papel con un mensaje sencillo: "Abrazos gratis."
Las hojas se acaramelaron a sus pies,
movidas por una brisa casi invernal.
Los paseantes siguieron su desfile de
domingo, dirigiendo miradas curiosas a la chica.
Ella se mantuvo allí, en silencio.
Dejó que los ojos recorriesen la hoja, las letras, su rostro...
Y entonces sonrió.
Aquella chica llevaba mil primaveras
escondidas en su sonrisa.
Todo la ciudad se detuvo un segundo,
una inspiración colectiva y un suspiro eterno de tres segundos
sacudieron los árboles y los
desnudaron de su otoño, lloviéndose en dorados y bermejos.
El primero fue un niño, que se acercó
corriendo feliz, y se lanzó a sus brazos. Se sostuvieron el uno al
otro durante unos momentos, y después el pequeño volvió a su
madre, transfigurado de inocencia y alegría, y una paz que recordó
de poco atrás. Una paz que llevó a su mamá al poner su manita en
el vientre. "Aquí", dijo.
Una joven que había observado la
escena, se acercó a continuación. La chica del sombrero rojo la
acogió entre sus brazos. Unos segundos, y la joven se separó casi
reticente, casi levitando, casi aquí y casi no, pero entera de todo
y de sí misma. Y sintió que algo que no recordaba que estuviera
roto, se iba curando con cada latido.
Un caballero que había observado la
escena, se acercó a continuación. Apenas llegar al contacto fue
recuperando, sin saber de dónde, todas y cada una de las memorias
felices de su vida, y le pareció una buena vida, y le dio menos
miedo la muerte.
Un hombre que había observado la
escena, se acercó a continuación. El abrazo duró esta vez un poco
más. Había muchas cosas que necesitaban despertarse, desperezarse,
recorrerse y encontrarse. Olas y olas sacudieron el cuerpo del
hombre, desde lo más profundo de su ser, hasta asomar en unas
lágrimas sinceras y en una carcajada atronadora.
Para entonces un círculo de curiosos
rodeaba a la chica del sombrero rojo.
Corrió el rumor como la pólvora.
Incendiando esperanzas en cada susurro compartido, contagiando
curiosidades y anhelos.
Cada abrazo tenía una cualidad
distinta, una duración inestimable, un sabor único. Las reacciones
podían variar desde las epifanías vitales hasta las confesiones
calladas, incluyendo algún orgasmo que, sin ser reprimido, no
resultó a nadie de mal gusto, por la pureza y belleza del mismo.
Se hizo cola, que se respetó
religiosamente, con aire de devoción sin extremismo, en una paz
acordada de tácito acuerdo entre todos los interesados en abrazar a
la chica del sombrero rojo.
El día cobró un aire de fiesta y los
árboles volvieron a vestirse de globos, serpentinas y lamparillas.
Se hicieron declaraciones de amor,
correspondidas o no, que acabaron siempre en sonrisas y deseos de
felicidad. Se perdonaron ofensas, se recuperaron relaciones y se
hicieron llamadas postergadas por largo tiempo. "Soy yo. Lo
siento. Te quiero."
Las horas fueron bailándose también
alrededor, y el crepúsculo se deslizó como en un vals entre los
asistentes.
La chica del sombrero rojo no había
dicho ni una palabra.
La chica del sombrero rojo había
estado entregándose en cada abrazo, sin pausa, sin descanso. Se
había ofrecido por entero a cada uno de los que habían acudido a
ella.
Su sonrisa había permanecido en su
rostro, con distintas tonalidades, distintas intensidades y matices.
El único cambio en la chica del
sombrero rojo era que se había ido haciéndose un poco más
transparente cada vez, más liviana, más etérea. Había ido
sustituyendo su materia por risas, suspiros, llantos, silencios,
carcajadas. Nadie se dio cuenta de que a cada abrazo era más fácil
ver a través de ella, que tras el abrigo, si uno se fijaba, se
podían ver puntos de luz recorriendo las venas y el sistema
nervioso, conectando las neuronas entre sí, entrando y saliendo de
los pulmones, proyectándose en aquella sonrisa.
Poco a poco todos se fueron a dormir,
con el alma contenta y el cuerpo bailando, reconciliados con ellos,
entre ellos y con la vida.
El último en abrazar a la chica del
sombrero rojo fue un mendigo que no se había atrevido a acercarse
hasta que el revuelo se hubo apagado. Fue con pasos arrastrados,
tímido, anhelante, temeroso. Nunca contó a nadie qué sintió en
aquel abrazo. Siempre fue difícil para él explicar de qué manera
se le había apagado la soledad que le pesaba dentro, cómo se le
había encendido el amor necesario para sentirse humano de nuevo.
Tan confuso estaba en su recién
descubierta felicidad, que no se dio cuenta de que la chica del
sombrero rojo ya no estaba allí cuando el abrazo terminó.
Sólo quedó, para los barrenderos de
la madrugada, un lío de lana roja, que hasta el mismo sombrero había
descompuesto su estructura sin su dueña.
Úr Qazris
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